Parado sobre un cajón de soda, comenzó la interna para ser candidato: Estoy persuadido..., dijo. Y no paró hasta la Casa Rosada.
HÉCTOR GAMBINI
Las tardes de verano en Chascomús eran interminables y maravillosas. Más si uno tenía 16 años y las pasaba en el picado de la canchita de tierra cerca de la laguna, probando chanfles nuevos y gambetas rudimentarias de inventiva propia. A fines del 82 ya habíamos perdido Malvinas, a Maradona todavía le faltaban cuatro años para hacerles los goles inolvidables a los ingleses y Messi no había nacido.
Una de aquellas tardes volvíamos de la laguna dándonos palmadas en las piernas para espantar a los mosquitos que se nos pegaban al sudor. Transpirados, mugrientos, con raspones en las rodillas tras uno de esos picados épicos e irracionales que terminaban 18 a 18 y luego seguían hasta mete gol gana. Subiendo por Remedios de Escalada hasta mi casa, en la esquina con Libres del Sur, donde estaba –aún está- la sucursal Chascomús del Banco Provincia, reíamos de cualquier pavada hasta que oímos una arenga.
Alguien daba un discurso apasionado. Era un estruendo en el silencio sagrado de la siesta.
Había allí un hombre de bigote tupido y camisa clara que se dirigía en tono enérgico a unos 40 vecinos. Estaba parado sobre una pequeña tarima anaranjada –un cajón de soda dado vuelta- colocada en la vereda, junto al cordón, exactamente en la puerta de mi casa. El sol se filtraba entre los jacarandás del boulevard y le daba en la cara. En la frente tenía gotitas de sudor que después le resbalaban por los pómulos. Las gotitas brillaban.
-Es un mitín político-, dijo uno de mis amigos. Me causó gracia la palabra “mitín”.
-¿Quién es?-, pregunté en voz baja, intimidado por la energía del orador, que hablaba acompañando los finales de frase con el índice de la mano derecha. Aunque vivía circunstancialmente en el pueblo, yo era el único de los que estábamos ahí que no era de Chascomús.
-Es Alfonsín. Vive allá a la vuelta, cerca del Reloj (en Chascomús hay una torre con un reloj en una bocacalle que es el pequeño Obelisco de la ciudad)... quiere ser presidente...
-¿Presidente?-, todos nos matamos de risa. -¿Cómo va a ser presidente un vecino de acá?
El hombre de bigotes giraba la cabeza, despacio, y miraba a los ojos a cada uno de quienes lo escuchaban. Y cada uno asentía cuando le tocaba un final de frase. Y luego comenzaba con el de al lado. Y así, en abanico, de un lado al otro. Era un péndulo de convicciones.
Nosotros nos sentamos en un banco de plaza en la vereda, a menos de diez pasos del hombre que movía las manos como un director de orquesta. En medio del discurso nos vio a un costado y giró hacia donde estábamos. Me miró y se quedó así un segundo, en el final de otra frase. Dos, tres segundos. Sólo cuando yo también asentí con un movimiento de cabeza ligero volvió la mirada hacia el centro y siguió.
Ahí entendí el juego.
No recuerdo nada de lo que dijo salvo la palabra “democracia” y dos expresiones curiosas, que jamás había oído repetir tantas veces, como muletillas. “Desde luego” y “estoy persuadido”, con lo que había comenzado el discurso. Pero recuerdo perfectamente que transmitía una pasión sanguínea y una convicción que nunca había visto.
Si el hombre que hablaba hubiese dicho en ese momento: “Y ahora todos a pescar a la laguna”, yo hubiera entrado corriendo a mi casa a buscar la caña y los anzuelos.
No era lo que decía sino la manera. Las palabras tenían una cadencia y una entonación magnéticas. “Desde luego...”, repetía, y venía la pausa, la mirada y la frase. Y otra vez. “Estoy persuadido...”, y dale que te dale. Estábamos mudos, pensando que el tipo podía seguir hablando hasta la medianoche sin el menor esfuerzo. Y nosotros escuchándolo, subyugados por el modo de decir.
Las palabras llevaban el romanticismo de la democracia que se adivinaba cerca. Esa esperanza capaz de cualquier cosa a la edad en que nos creemos inmortales era blindada e invencible.
Al rato terminó, con la energía intacta y casi a los gritos, en tiempos en que nos habían enseñado que teníamos que bajar la voz.
Sacó un pañuelo del bolsillo derecho, se secó las gotitas de la frente y bajó de la tarima naranja, mientras la gente lo aplaudía y hacía una cola desordenada para palmearlo y repetirle: “Bien, Raúl, mucho”. Algunos le pellizcaban los cachetes.
El agradecía uno por uno: “Gracias, Susana”, “Hola, Oscar”, “Gracias, Martita”. Los conocía a todos.
Cuando alguien levantó el cajón de soda anaranjado para alejarse hacia la esquina, Alfonsín se volvió para mirarnos y saludó con la mano y una sonrisa. Le hicimos un ademán a destiempo desde ahí, embarrados y en pantalón corto. Ni nos paramos. Uno de mis amigos escuchaba a Queen en un pasacasete portátil. Play the game.
Lo vimos doblar la esquina y perderse por Libres del Sur hacia el Club Social, seguido por media docena de los vecinos que lo escucharon. Los otros se fueron en las bicicletas que habían dejado apoyadas en los árboles del boulevard, a la sombra.
Mucho después supe que lo que habíamos visto aquella tarde era el primer acto de Renovación y Cambio en la interna radical contra la Línea Nacional que encabezaba De la Rúa.
La primera gota del diluvio. El primer ladrillo de lo que un año después tendría la dimensión del Empire State. Alfonsín siguió por la Provincia hasta que los radicales lo eligieron candidato. Y después por el país, hasta que los argentinos lo eligieron Presidente. A él, aquel vecino de Chascomús.
Entonces ya era 1983 y mi familia se había mudado a Buenos Aires. Yo recién había cumplido los 17 y no pude votar. Debajo de nuestra ventana, en Caballito, un tipo gritaba en un altavoz, los fines de semana: “Frigerio, Salonia, se acaba la colonia”.
Una nochecita de diciembre vi por la tele al hombre que se había parado en el cajón de soda de mi vereda de Chascomús, hablando desde los balcones del Cabildo. Esta vez, frente a una multitud eufórica.
De nuevo decía “democracia”, “desde luego” y “estoy persuadido”.