Por Ernesto Tenembaum.
Raúl Alfonsín, presidente argentino. Fundador de la democracia moderna, entregó el poder a Carlos Menen cinco meses antes de lo previsto en la Constitución Nacional.
En las ojeras de ese hombre, tan marcadas, tan profundas, tan expresivas, se podía ver ese día la década que había atravesado, y la que habíamos atravesado todos con él. Ese hombre, el de las ojeras, había peleado contra los militares que resistían los juicios por la represión, contra el progresismo que no toleraba ni comprendía sus zigzagueos, contra la Iglesia que no le perdonaba que hubiera permitido a las parejas separarse si dejaban de amarse, contra los sindicatos de los 13 paros generales, contra la Sociedad Rural que lo abucheó aquel día y a la que le recordó su complicidad con la dictadura, contra el peronismo que, agazapado, esperaba para reemplazarlo, contra el presidente norteamericano Ronald Reagan, a quien desairó en los propios jardines de la Casa Rosada.
Había peleado contra todos ellos. Algunas batallas las había ganado, otras no. Pero ese era el día en que, finalmente, caía derrotado, se rendía. Porque él había soñado en ser el primer presidente democrático que, desde 1928, entregaría el poder a otro presidente democrático, el que cortaría definitivamente el ciclo de golpes militares que interrumpían la democracia. Eso solo hubiera sido una proeza, un hecho histórico, un punto de no retorno. Pero así no era una victoria. Porque entregaba el poder seis meses antes. Y porque lo hacía en medio del caos: los saqueos, las rebeliones militares, los cortes de luz escalonados y una inflación galopante, la más terrible de la historia argentina.
Así, ese hecho histórico, ese punto de no retorno, sabía a derrota, a frustración, a fracaso.
La sociedad le daba la bienvenida en cambio a un hombrecito extraño que, en su lugar, pondría en marcha todas las recetas que él había resistido. Si él se había peleado con la Iglesia, su sucesor le haría todas las reverencias posible. Si él había sido repudiado por los ruralistas, su sucesor sería ovacionado en el predio de la Sociedad Rural. Si él había puesto en marcha juicios contra los militares, su sucesor aprobaría el indulto. Si él era un hombre que creía en la honestidad, su sucesor iniciaría un período en el cual la corrupción se ostentaba como una picardía, casi como un ejemplo. Si él discutía con los Estados Unidos, su sucesor no tendría problemas en definir el vínculo con esa potencia como "relaciones carnales".
Ese 8 de julio fue, efectivamente, un día bisagra en el que una escala de valores fue reemplazada por la mismísima negación de esa escala de valores. Encima, al menos en los primeros años, el hombre de las ojeras pudo ver cómo el pueblo aplaudía a su sucesor, una y otra vez, tal vez porque ese hombrecito extraño había logrado domar, al menos por un tiempo, al monstruo de la inflación.
Había dos escalas de valores. Moralmente, una parecía mejor que la otra. Pero la segunda, la más inmoral, como muchas veces sucede, aparecía como una herramienta con más aptitud para conducir al país.
Fue una ilusión, una ilusión que hizo mucho daño, y que duró mucho tiempo. Alfonsín asumió en 1983, con una promesa: con la democracia se come, se cura y se educa. Fue el hombre que encarnó la ilusión de la transición democrática. Todo era nuevo: la restitución de niños desaparecidos, el acuerdo con Chile por el Beagle, el rock nacional, las revistas porno, los juicios a los represores, las cátedras libres, los periodistas que investigaban hechos de corrupción, la irrupción de la homosexualidad en la vía pública, la marihuana, las películas testimoniales, el regreso de los exiliados. Y cada cual tenía su demanda postergada. Los poderes fácticos, para usar una expresión un tanto maltratada, se reacomodaban como podían y presionaban al Presidente en un contexto económico terrible, porque la democracia estaba agobiada por una deuda externa que no había contraído y que la tenía a mal traer. Nadie quería ceder.
A la distancia, es difícil entender cómo ese hombre, ese gobierno, sobrevivieron a tantas cosas. Tenía minoría parlamentaria. Los militares se acuartelaban cada dos por tres. La inflación anual promedio fue de una numero increíble: 498 por ciento. La del último año superó el 3000 por ciento. Los sindicatos paraban. Los jóvenes marchaban una y otra vez por el juicio y castigo a los culpables. Y, sobre el final, el gobierno ya no manejaba nada. Los teléfonos no funcionaban. No había suficiente energía, a tal punto que había que programar cortes de luz para racionarla. Los mandos del ejército no respondían a sus jefes naturales.
Tal vez no había manera de que las cosas terminaran distinto. Una dictadura reprime todas las demandas de una sociedad, que se le presentan luego, como una factura impaga, al gobierno democrático que la sucede, como si el recién llegado fuera Superman. Encima, somos argentinos, es decir, exigentes y ansiosos, como si todo fuera muy fácil. Tarde o temprano, todos los presidentes nos fracasan. Raúl Alfonsín fue uno más de la lista. Sus sucesores no terminarían mucho mejor. Como dice el mexicano Carlos Fuentes, al privilegio de ser Presidente le sigue, siempre, la condena de ser ex presidente.
De aquellos tiempos, quedan, igual, algunos sueños realizados. El más importante, el de la democracia, el de la libertad. Ahora se convive con ella como un hecho natural. Pero, entonces, nadie sabía cuánto iba a durar. Quedan, también, las obvias frustraciones: por ahora, no está demostrado que con la democracia se coma, se cure y eduque.
Y de aquel hombre de las ojeras queda un mensaje. Hizo un gobierno cuyos resultados medibles fueron muy malos: tanto, que debió irse por la puerta trasera. Sin embargo hoy, tanto tiempo después, a cualquiera que se le pregunte, responderá que fue el mejor presidente de la democracia.
Tal vez el éxito -en el poder y en la vida- consista en no renunciar a los principios, a comportarse de una manera respetable, en no tocar dinero de otras personas; tener una conducta que, para otra gente, sea como un ejemplo o, por lo menos, no produzca vergüenza.
El día que murió recibió el merecido tratamiento de padre de la democracia.
Es la democracia que supimos conseguir.
Sería injusto echarle la culpa a él de nuestros fracasos.