A través de los años, su legado ha resistido muchos intentos de deslegitimación. El líder radical tuvo debilidades, pero quienes lo sucedieron no han hecho más que enaltecerlo.
Por Julio Bárbaro.
Raúl Alfonsín fue el primer presidente del retorno a la democracia en nuestro país. Había derrotado al peronismo, representado por Ítalo Luder, y era la expresión de la esperanza institucional de los argentinos. Quizás su manejo de la economía no fue exitoso. Sin embargo, recordemos que arrastraba la degradación generada por el nefasto ministro de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, quien llevó adelante una perversa política liberal a ultranza y dejó una inusitada deuda externa.
De sólida formación, Alfonsín tuvo en el radicalismo una trayectoria digna y coherente. Hizo realidad su deseo de modernizar al partido llevándolo a la Internacional Socialista, un ámbito político que, desde ya, excedía la historia de esa fuerza.
¡Cómo no evocar la trascendencia de la decisión del juicio y castigo a los militares golpistas, tomada en un momento en que las Fuerzas Armadas todavía conservaban un sólido espacio de poder! Una de las películas más representativas de nuestro cine reciente, Argentina 1985, refleja con claridad aquel momento. Ese hecho nos permitió liderar en el continente nuestra definición sobre los derechos humanos, habiendo sido el país más dañado por la atrocidad de los desaparecidos, una forma inhumana de exterminio gestada por las Fuerzas Armadas.
Otro hecho histórico define con nitidez la dimensión política del ex presidente: el referéndum sobre el conflicto del Beagle, medida apoyada por algunos peronistas, entre los que me cuento. El debate entre el entonces canciller Dante Caputo y Vicente Leónidas Saadi dejó al descubierto la superioridad intelectual y moral de aquel gobierno sobre el justicialismo, en ese momento usurpado. Raúl Alfonsín fue un demócrata que se esforzó por recuperar para el Estado el poder que toda democracia requiere, el último en intentarlo; luego vendría Carlos Saúl Menem a dilapidar, bajo el eufemismo de pretendidas “privatizaciones”, la herencia de todos los argentinos.
Los conflictos económicos llevaron a su gobierno a adelantar la entrega del poder, aunque, sin duda alguna, dicha conflictividad no estaba centrada solo en las limitaciones políticas de su gestión, sino en los resabios dictatoriales de sus enemigos. Nuestra sociedad había tenido un desarrollo agropecuario inicial, complementado luego por un incipiente crecimiento industrial, pensado y logrado en función de la integración social de todos sus habitantes. El golpe de Estado no solo será responsable del genocidio humano, sino también de la destrucción de la industria para dejarnos en manos del poder financiero extranjero. Soy de los que creen que el hoy reivindicado Menem fue el presidente más dañino y destructivo de la historia, pues además de vender y regalar nuestro patrimonio, nos legó una institución económica, la paridad con el dólar, cuyo único destino era el estallido. Así, el gobierno de Fernando de la Rúa se debilitó profundamente por la insensata renuncia de su vicepresidente y la falta de consenso y lucidez para salir de aquella destructiva realidad.
Ni Duhalde ni Alfonsín fueron golpistas. La sociedad, en un masivo repudio, derrocó a ese gobierno inmerso en la desesperación del estallido de la economía y la declaración del estado de sitio. Ambos ex presidentes, acompañados por otros sectores políticos, generaron la competencia necesaria para superar dicha crisis. Insisto: a De la Rúa le estalló la bomba económica engendrada por Menem, verdadero causante de nuestra actual crisis y de aquel desastre económico. Desde el ‘83 hasta hoy, nuestro país no ha dejado de crecer en sus índices de pobreza. Podemos discutir y debatir sobre los distintos niveles de responsabilidad, pero difícilmente encontraremos excepciones. Raúl Alfonsín fue un gran presidente que, junto con las demás fuerzas políticas, supo resistir las amenazas de los restos militares de la dictadura.
La Coordinadora radical albergó en aquel tiempo un promisorio futuro; la renovación peronista se gestó en su espejo. Desgraciadamente, el tiempo demostró que de ese promisorio grupo de jóvenes dirigentes surgieron varios políticos enriquecidos, algunos otros dignos y coherentes, aunque ningún estadista. Cuando Milei acusa a Alfonsín de golpista, no hace más que desnudar el resentimiento de la pequeñez frente a todos aquellos que intentaron trascender. En vano esperábamos una condena proveniente de las filas radicales ante semejante agravio. Apenas esbozaron un superficial desacuerdo en la reunión que los cinco gobernadores de esa corriente mantuvieron con Milei. Gustavo Valdés, de Corrientes, y Maximiliano Pullaro, de Santa Fe, arguyeron con displicencia que privilegiaban el tratamiento de los temas del futuro sobre los del pasado, al tiempo que relativizaban la ofensa con términos inconcebibles, cuando no ridículos, como “frescura” para aludir al rasgo de la personalidad del presidente que, a su entender, había guiado la ofensa a la memoria de Alfonsín. En ciertos casos, el silencio cómplice es preferible a la tibieza pusilánime de las justificaciones. Estamos ante una política sin mística ni pasión, y si la pasión queda en manos de Milei y la obsecuencia y el miedo en las de la política en serio, asistimos a una decadencia definitiva que no quiero asumir. Cuando la demencia ajena nos asusta, es porque está desnudando nuestras propias debilidades.
Es cierto que hubo tiempos en los que se intentó devaluar la figura de Alfonsín, esta de Milei no es la primera -quien se jactaba de utilizar su imagen como punching ball para descargar su ira-; pero la historia, que es justa, le devolvió la dignidad del lugar que en ella ocupa. Alfonsín buscó pacificar sin vender patrimonio como Menem, ni engendrar sectarismos de diverso orden como los Kirchner, ni endeudarnos irresponsablemente como Macri, ni entregar al país con persecución ideológica incluida como Milei. Tuvo debilidades, pero quienes lo sucedieron no han hecho más que enaltecerlo.