El 9 de marzo de 1945, hace 79 años, la capital del Imperio Japonés fue atacada por la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
Las guerras también las pelea el olvido. No las gana, ni las pierde: las diluye, descuida hechos, distrae nombres, tapa bajo su manto no siempre piadoso grandes tragedias, heroísmos épicos, hazañas fortuitas, traiciones impensadas, y permite que perduren sólo los acontecimientos decisivos, transformadores, definitivos. Lo demás, hay que desbrozarlo. El horror atómico de Hiroshima y Nagasaki, las primeras bombas nucleares lanzadas sobre las dos ciudades japonesas en agosto de 1945, hasta ahora también las únicas, taparon otro hecho tan monstruoso como aquel, hundido por la espectacularidad del poder nuclear, por lo que implicaba su trágica novedad que lo cambió todo, incluso la forma de hacer la guerra, y por lo que desencadenó una semana más tarde: la rendición incondicional de un imperio, el japonés, que se pretendía incapaz de conocer la derrota.
Entre el 9 y el 10 de marzo de 1945, hace setenta y nueve años, la fuerza aérea de Estados Unidos lanzó sobre Tokio el que fue el bombardeo no nuclear más destructivo de la historia: provocó más de cien mil muertos, más que las muertes inmediatas causadas por las atómicas en Hiroshima y en Nagasaki, y dejó a la mitad de la ciudad convertida en cenizas. El ataque estuvo a cargo de trescientos cuarenta y cuatro bombarderos B-29 que despegaron de las Islas Marianas, a unas cuatro horas de vuelo de Tokio, entre las cinco y media y las siete y media de la tarde del 9 de marzo. Cuando la incursión aérea terminó -empezó a la una de la madrugada-, los aviones habían lanzado cuatrocientas noventa y seis mil bombas incendiarias en la zona este de Tokio, unas mil seiscientas toneladas de explosivos. Eran bombas que pesaban dos kilos setecientos gramos y contenían napalm de combustión interna, programadas para estallar a baja altura y esparcir su contenido ardiente de combustible sólido.
Fue un desastre: la mayor parte de las casas de la capital japonesa eran de madera y papel porque estaban preparadas para soportar terremotos, no bombardeos. Los japoneses temían al subsuelo, no a las alturas. Pero Tokio ya era un objetivo militar para los americanos desde el 24 de noviembre de 1944, cuando ciento diez B-29 despegaron desde la isla de Saipán para destruir la fábrica militar de aviones Nakajima, que producía la mayor parte de las aeronaves de la fuerza imperial. La incursión fracasó, o tuvo un éxito muy parcial, porque los aviones y sus proyectiles fueron arrastrados por un fuerte viento sub estratosférico: sólo el diez por ciento de las bombas dieron en el blanco.